Que hay que mojarse, uno también lo sabe. Que hay que aguantar con la sonrisa amable algún que otro chubasco intempestivo, es consecuencia inevitable del trato con los otros, como también lo es que, para todos los seres ateridos cuyos vestidos y cabellos empapados mueven a compasión, haya una mirada reconfortante y cálida. No he sido en eso yo menos afortunada.
Por eso, cada vez más con cada nuevo año, busco y hasta me expongo a las sorpresas de la intemperie que me permiten, luego, disfrutar del calor cómplice y comprensivo que me ofrecen los ojos que reconocen, saben, compadecen.
Después, lo sabe uno muy bien, hay que marcharse. Deja de confortarle la cálida mirada con la que alguien envuelve ese desamparado hartazgo de quien soporta en pie nuevos diluvios. Tampoco he sido en eso diferente.
Pero aún me reconforta el rescoldo de una voz: la del que fue el primero en desearme Felices Navidades.
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