Viendo por enésima vez hace unos días La ley del deseo, emitida por rtve con motivo del fallecimiento de Eusebio Poncela, uno de los actores a los que más he admirado, sobre todo por su interpretación en la magnífica Arrebato de Iván Zulueta, me di cuenta de que parte de aquel mundo almodovariano era no el nuestro, sino el de nuestras abuelas. Lo digo por la cafetería Manila, por ejemplo, que además de enredar nuestros pensamientos en la maraña de un elegante pasado colonial, fue el epítome madrileño del buen gusto de unas personas que, si atendemos a ciertas pseudoterapias de moda, podrían ser consideradas las responsables, e incluso las culpables, de nuestra actual falta de salud mental.
Recuerdo una historia que viene muy al caso porque parecería precisamente concebida para ser el argumento de una película de Almodóvar: una treintañera con varios hijos, recién separada de su marido, sufre en una o varias ocasiones violaciones por parte de aquel que conducen a un embarazo no deseado, el cual se resuelve en un apresurado viaje de la madre a Londres, en compañía de un amigo que, a la sazón, había cursado allí sus estudios; la hija mayor, que había permanecido a la espera de su madre mientras sus hermanos pasaban las vacaciones en el pueblo de los abuelos con el padre, comprende que algo le ha pasado a su madre cuando, de regreso del viaje, la envía a comprar cierto “delicado” medicamento a la farmacia con la consigna de responder a las inevitables preguntas con un “es por un legrado”, que era algo que se hacía antes para eliminar, por ejemplo, pólipos endometriales. Una carta de su abuela paterna, hallada sin abrir cuarenta años más tarde, viene a confirmar a esa niña sus sospechas de que hubo un aborto, y la sensación de que todos los adultos de la familia estaban en alguna medida enterados del nefando episodio por el cual un patán, adúltero y por muchos conceptos irresponsable ante sus hijos, trata de retener a la mujer que se le escapa por el miserable camino de forzarla y dejarla de nuevo embarazada.
El caso es que la hija, también ya divorciada y con varios vástagos, lee en la carta que remitiera la abuela a uno de sus hermanos la “comprensión” de aquella ante el hecho de que no los hubiera visitado esas vacaciones por haber tenido que quedarse a “acompañar a mamá”; y con el fermento de todo aquello en la mente, recibe por una red social la invitación de una supuesta “terapeuta” para sanar los errores familiares que arrastra y que se repiten en su vida, esto es: un embarazo malogrado, un marido del que acaba divorciándose, etc. Con el pánico de que lo mismo pueda ocurrirles a sus hijas si ella no lo remedia, se pone en manos de la “facilitadora” de un taller de “constelaciones familiares” que le asegura que, por medio de una suerte de juego de rol inspirado en la espiritualidad ancestral de los zulúes de Sudáfrica y traído a Europa por un soldado nazi metido a sacerdote católico, de nombre Bert Hellinger, podrá romper el círculo vicioso transgeneracional que la atenaza gracias a la restitución de los “órdenes del amor” -previo pago de nutridos honorarios, claro está-. La película termina con una última revelación que pone la traca final al rocambolesco argumento: la pseudoterapeuta “constelatriz” resulta ser la nueva pareja de su ex marido.
Hasta aquí, todo podría ser considerado únicamente como un entretenido guion cinematográfico que sirviera para caricaturizar nuestra época, desde la transición hasta hoy, si no fuera porque la pseudociencia y el pensamiento mágico se cobran hoy en día tantas víctimas entre las mujeres como en otros tiempos los maridos patanes herederos del más rancio patriarcado. Y porque, en el fondo, lo que tales terapias venden es una reformulación de los postulados del patriarcado, como en el caso de las constelaciones familiares, donde los “órdenes del amor” del Hellinger incluyen principios como el de que los hijos deben “honrar” en todo momento a sus padres, que cada uno debe tener un “lugar” dentro de la familia, y que nadie debe ser “excluido” de ella, y menos que nadie, los muertos, a los que hay que prestar más atención que a los vivos. Los “enredos” (así los llaman) que arrastramos en forma de conflicto familiar heredado, muchas veces proceden, según los “constelianos”, de las muertes habidas entre nuestros ancestros, por ejemplo en accidentes, crímenes o incluso abortos, como en el caso de la niña de nuestra película.
Hellinger, que no obtuvo licencia para trabajar como psicoterapeuta en Alemania y que fue desautorizado allí por los expertos en terapia familiar, concibió sus “constelaciones familiares” como una “terapia” grupal en la que los intervinientes son elegidos para representar a los distintos familiares e incluso al propio individuo en conflicto, improvisando una simulación en la que esas personas dicen lo que sienten como si fueran los propios familiares del paciente, en una suerte de representación místico-mágica que, utilizando el discurso de la psicología pero ignorando los métodos de la ciencia de la salud mental, induce falsos recuerdos y estimula las sugestiones, las supersticiones y, en algunos casos, incluso las psicosis.
Los poetas solemos traer a nuestros versos imágenes y símbolos, y en muchas ocasiones recogemos las enseñanzas maravillosas de quienes nos precedieron, en la consideración de que la literatura escrita de toda comunidad humana pasó previamente por una etapa oral, de cuya belleza no podemos sustraernos. Los cantos de los diferentes pueblos primitivos de nuestra especie contienen ese aroma que nos recuerda nuestra infancia, llena de felicidad, pero también de terrores irracionales de los que el conocimiento, afortunadamente, nos va despojando a medida que aprendemos y experimentamos en nuestras vidas. Con ser importante, la familia de origen no nos determina. La familia creada no es remedo de aquella. Si algo hemos sabido hacer muchas mujeres y hombres de nuestros días es replantearnos esos temas tratando de evitar la quiebra moral y social maniqueísta de quienes están sanos y en paz porque mantienen sus vidas dentro del “orden” y los que se retuercen en estertores psíquicos enlodados por el desorden de las suyas. El desorden, por ejemplo, de no haber perdonado a un marido o a un padre maltratador, de haber intentado escapar de las garras sobreprotectoras de la madre, de no haber querido procrear, de no sentir deseo por los congéneres del otro sexo…
Patrañas que la ficción o la expresión lírica pueden transformar en hondos sentimientos de bondad y belleza, pero no los agentes encargados de la salud mental de las personas. La poesía no es un manual de autoayuda a rebanadas ni los poetas son embaucadores, aunque muchos embaucadores se valgan de los procedimientos de los poetas. Culpar a los antepasados de nuestros traumas es algo que el método científico no puede sino aborrecer, entre otras razones porque están muertos y no pueden alegar nada o defenderse. Quizás estemos buscando una nueva espiritualidad; no niego que el resurgir de ciertas creencias supersticiosas pueda responder a una necesidad profunda de transcendencia en el ser humano. Pero quienes nos venden a través de filtradas sonrisas impostadas una felicidad y una salud “envidiables”, semejantes a las que impúdicamente muestran como propias en el comercio de sus redes sociales, no merecen el menor de mis respetos, como no lo merecen los malos padres, ni los maridos malos, ni las malas facilitadoras que se lucran con los traumas ajenos. De la sonriente sororidad de nuestras actuales defensoras femeninas ya no se fiaría ni Herr Hellinger…
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