Pertenezco a la estirpe (o quizás, por mejor decir, a la mala calaña) de aquellos lectores, del libro iconoclastas, que doblaban hacia atrás la portada mientras leían de pie, subrayaban sin piedad con tinta azul los pasajes preferidos, y después los llevaban al monte o a la playa, donde irremediablemente se impregnaban de sal, agua y arena, en los que una flor seca pretendía atrapar el imposible aroma a eternidad de amores que acabarían como ajados recuerdos y, a veces, un mosquito aplastado accidentalmente dejaba para siempre en el papel la huella de la propia sangre, por el insecto previamente succionada.
También como escritora soy, un poco, de ese modo: he anotado ideas, frases, citas en las servilletas de los cafés o en los márgenes de las páginas de los diarios, en las ultimas hojas en blanco de los libros que tuviera en ese momento a mano, y hasta en la propia piel, si no había otro remedio; he compuesto coplas, redondillas, seguidillas y haikus mentalmente, mientras caminaba, y en todo veo siempre ocasión de pensar en una historia: qué senderos anduvo ese zapato tirado al borde de la carretera, qué hubiera ocurrido si la raíz causante de un tropiezo no hubiera sido raíz sino serpiente, qué sucedería si los enormes depósitos de una almazara soltaran de repente todo su aceite sobre un grupo de visitantes, si se ahogarían sin remedio o podrían nadar como en el agua…
Hace unos días le oí decir a Julio Llamazares que un escritor es aquel que no podría dejar de escribir, incluso si supiera que no quedaba ya en el mundo ni un solo lector. Pensar en los lectores es, para el que padece la afección de escribir, tan inusitado como pensar en el autor para quien padece la de leer.
Y por eso mismo, también, cualquier motivo insignificante puede inspirar un verso esencial o un relato universal, sin que la experiencia o la biografía de lector o escritor tengan apenas nada que ver con el resultado de la escritura o de la lectura: nadie lee el mismo texto; escribir sobre algo es optar a contarlo de una manera nueva.
Y no solo optar a contar o interpretar la historia de un modo nuevo, sino elegir qué figura, de las que pueblan el alma, será la que la cuente, o será la que la lea:
«Y en nuestro mundo moderno hay obras poéticas en las cuales, tras el velo del personaje o del carácter, del que el autor apenas si tiene plena conciencia, se intenta representar una multiplicidad anímica. Quien quiera llegar a conocer esto ha de decidirse a considerar a las figuras de una poesía así no como seres singulares, sino como partes o lados o aspectos diferentes de una unidad superior (sea el alma del poeta)»[i].
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Pero entiéndeme bien, y no me culpes de orgullo diletante si rechazo el bolígrafo que me tiendes para firmar mis libros: la vida es cosa seria, ya lo dijo el poeta iraní que tanto admiro: «La vida es el extraño instinto de las aves migratorias»[ii]. Soy, de paso, una garza, y por eso con pluma te dedico mi libro.
[i] Hermann Hesse, de la novela El lobo estepario.
[ii] Sobrah Sepherí, del poema Los pasos del agua.
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